Recuerdo el comienzo de “Terciopelo azul” de David Lynch: Una inmaculada postal de la idílica América desvelaba bajo su superficie una sociedad enferma y degenerada. Así es “American Beauty”, un torpedo a la línea de flotación de la familia arquetípica. Tal vez no se acerque a la radicalidad de otras barbaridades como “Happiness”, pero precisamente su amable envoltorio convierte a la película de Sam Mendes en un perfecto y eficaz caballo de Troya que estalla en la cara del espectador despistado.
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